El rugby es como la mafia, pero sin asesinatos. Está basado en la
lealtad, el honor, la conciencia grupal, los ajustes de cuentas, el tráfico de
sustancias y los parentescos inventados. Es una famiglia. Sobre todo en la
delantera, aunque se han documentado casos de amistades morganáticas con la
gente de la línea, esa gente. Conforme el número de la espalda crece hacia el
15, aumenta la desconfianza de los delanteros, que componen la infantería con
traje y corbata negros, como reservoir dogs. La vida debería ser como una melé,
pero con colonia para niños. No hay caretas y todo el mundo se conoce bien. Al
que se pasa de la raya, se le ajusticia en la siguiente ocasión de forma que
parezca un accidente. Los demás callan, otorgan, participan o calculan dónde y
cómo reparar los daños. La ley del silencio la entiende todo el mundo. Hay que
descreer de los delanteros que hablan con el contrario.
Fuera de la melé, el universo se torna voluble y
desleal, y cualquiera sabe que conviene desconfiar de sus normas y aún más de
la corrección política: que ahora no se puede pisar y que el balón tiene que
salir rápido por el bien del espectáculo. Esas cosas. Fuera de la melé, todo el
mundo es un extraño o se comporta como tal. El 10 suele venir de otro país, de
otro rango social, profesa religiones de moda y bebe Aquarius después de los
partidos. Su única posibilidad consiste en haber nacido en Ejea, aunque su
apariencia continúa siendo extraña porque se comunica en ese idioma que se
habla en Ejea y que sólo le entienden sus paisanos y el 12, su lugarteniente,
el tipo feroz que le hace el trabajo sucio. Nuestro 10 es de Ejea de los
Caballeros, un lugar repleto de truhanes: por eso juegan tan bien al rugby.
Truhanes y caballeros. Las labores del 10 en el campo se reducen a cuestiones
funcionariales o de poco calado, como recitar contraseñas numéricas, hacer
extrañas señales con los dedos por la espalda a los chicos de la diagonal y
utilizar términos como cruz, salto, falsa o toda, convenientemente mezclados
para impresionar a los que le escuchan. Cuantos más balones se le caen, más
aprecio le tienen los delanteros, que se dan el gusto de volver a la melé. Además
de eso, el 10 patea a palos siempre que no haya un delantero que pueda hacerlo,
lo que suele ser raro porque en el paquete menudean los superdotados. El 10
acostumbra a quejarse de que los delanteros se interponen en la línea de pase
entre él y el 9. Y amonesta a los que lo hacen, explicándoles la necesidad de
mantener limpia esa vía de salida. Los delanteros asienten y por dentro
sonríen. Todo el mundo sabe que se trata de un comportamiento deliberado: el 9
sólo debería abrir la pelota cuando los delanteros lo decidan o se hayan
divertido lo suficiente con sus tuercas y tornillos, jugando al enredo con los
cuerpos y la pelota. Hacerlo al revés constituye otra de las muchas
perversiones que el espíritu del juego ha sufrido desde su nacimiento.
El 12, el primer centro, puede ser el único
jugador que un delantero respeta en toda la línea de tres cuartos. De hecho,
juega en una posición envidiable si no fuera porque no participa en las melés.
Dicen que hay un segundo centro, pero no está demostrado. Así como podemos
constatar la existencia de dos pilares, dos segundas (que entre los dos no
suelen hacer medio), dos flanker y dos alas, la existencia del segundo centro,
sospechamos, no pasa de ser una formulación teórica de los entrenadores, que
han inventado la figura para desconcertar a los que juegan y sostener así su
presunta ascendencia sobre el grupo. Si el segundo centro de verdad existe,
constituye un ente innombrable y el sentido de su vida consiste apenas en darle
conversación al ala. Nadie ha confesado jamás haber hablado con un ala en el
campo de juego, por tanto el segundo centro no existe. ¿De qué se habla con un
ala, en cualquier caso? Si te los encuentras en el tercer tiempo te parece
estar metido en un ascensor y sólo se te ocurre comentar el tiempo: “Qué buen
día hacía hoy para jugar, eh”. Cuando los ves pasar cerca en el campo, a los
alas dan ganas de preguntarles por la familia: si ya se casaron o qué tal están
sus padres.
El 12, sin embargo, es otra cosa. El primer
centro o inside pasa el tiempo en una violenta dicotomía vital que consiste en
chocar contra las paredes y aplastar a los hombres. No se les puede dejar solos
en una habitación y suelen dormir en cuartos mal ventilados. De ahí sus
angustias. Morfológicamente, el 12 tiende a una engañosa redondez corporal y
acostumbra a sufrir el síndrome de la bala de cañón: cuando se lanza en
velocidad quiere arrancarle las piernas al que se cruce. Como buen depravado,
le gusta sufrir y hacer sufrir. Aspira a placar y a que lo plaquen. Digamos que
querría hacer las dos cosas al mismo tiempo y en cada jugada, si fuera posible.
Es sexualmente hiperactivo y aficionado confeso a las parafilias. Tiene peligro
dentro y fuera del campo. Fuera, hay que vigilarlo de cerca: lo mismo trata de
intimar con una menor de edad que con el tercera de su propio equipo. En el
campo son gente válida. Sí. En su psicopática mentalidad, el ideal de vida
consiste en esta jugada: recibir la pelota, enfilar al apertura contrario,
derribarlo, ponerle el sello en la frente al 12 rival, derribarlo, convocar a
un par de terceras del otro equipo a la fiesta, cruzarles el codo en la boca,
derribarlos y, cuando entrevé que el zaguero opuesto viene al cierre con
intención de placarlo, soltar la pelota al primer amigo que pase por ahí, dejándose
las manos libres para chocar felizmente contra el 15 o el muro del final del
campo. Los primeros centros suponen casos extremos, muchachos que quieren
placar también en el ataque y se las arreglan para hacerlo, aunque sea a costa
de la lógica del juego. No faltan los que, cuando tienen la pelota, en lugar de
buscar el intervalo que hay entre los hombres, buscan a los hombres que hay
entre los intervalos, llegando a retroceder en busca de un contrario o ajustar
la carrera para dejarse alcanzar y así poder atizarle a gusto al defensa.
Naturalmente, un delantero ha de animar este tipo de comportamientos y aun
ensalzarlos. También porque el primer centro observa la decente costumbre de
romper cerca de los agrupamientos, lo que siempre es de agradecer. En fin, hay
que reconocerlo: el centro es un hombre. No es un delantero, pero es un hombre.
Todo no se puede tener.
Otro de sus méritos es que está a tres números
del zaguero, un tipo despreciable al que le gusta jugar con el pie, se mancha
poco la camiseta y suele ser guapo. En ocasiones marca ensayos pero casi nunca
es el hombre del partido. Por las noches, el zaguero gimotea en su casa porque
no comprende esa contradicción: ser la estrella y que nadie lo reconozca. A
menudo, los primeras líneas incluso ignoran cómo se llama el zaguero de su
propio equipo. Cuando el entrenador recita la alineación, el primera línea se
queda en el cuatro o el cinco. El resto de nombres apenas los oye. Está todavía
calculando las señas verbales que ordenan las touches, en su inútil intento por
memorizar si en las de campo propio que saca su equipo entran cuatro, cinco o
todos, si hay mol, peel off, ruptura de la primera torre, pase a ras o palmeo
al nueve. Por eso, porque tiene cosas mucho más importantes de las que
ocuparse, asuntos que conciernen de verdad al bienestar de la familia, ningún
primera línea que se precie recordará jamás el rostro del 15 contrario. Así
como los leones y felinos depredadores poseen una visión con una delgada franja
de enfoque horizontal, que les permite localizar a sus presas en el horizonte
pardo de la sabana, la naturaleza ha dotado a los primeras líneas con una
variación óptica: la profundidad de campo de su mirada es mínima. Enfocan al
morrillo del pilar opuesto, la carne que rodea los trapecios y las zonas
erógenas del cuello y los parietales, donde uno intenta hacer diana. O sea,
hacer daño cruzando un cabezazo. La ciencia no ha explicado todavía esta
particularidad de los primeros líneas. Los demás prefieren reírse de ellos y
explicar que los balones se les caen de las manos porque son lentos, torpes o
tienen un dedo del tamaño de dos. No es así: es que no ven, sin más. Los
primeras viven en estricto primer plano y son felices con eso. Nunca han visto
a un zaguero salvo en el vestuario. En el tercer tiempo, el tipo que jugó de 15
es como el público de la grada: gente a la que le gusta ver rugby, pero no les
apetece llenarse de barro ni que les den golpes. En el fondo, hay que
agradecerles que vengan y aplaudirles al final en reconocimiento a su tangencial
labor.
Ahora hablaremos del medio de melé, uno de los
casos más terribles en cualquier equipo de rugby. El 9 opera en el paso
fronterizo entre la realidad y la ficción, la melé y el resto del mundo. Cuando
el entrenador divide a línea y melé, los nueves siempre se quedan un momento
parados, tratando de descifrar a qué lado deben ir. Esa crisis de identidad los
afecta, a veces de modo fatal. Todos sabemos que, en conciencia, el medio melé
viene a ser un proyecto de delantero al que la naturaleza no lo dotó como es
debido: no le llegaron los kilos, la altura ni la inteligencia para jugar en el
paquete. Piensa demasiado. Lo obliga su equívoca condición. Dicho sin ánimo
ofensivo, el medio de melé viene a ser un transexual, un caso de hormonas
equivocadas. Se comporta como un hombre, está musculado, acostumbra a ser recio
y muestra arrojo, aunque todo en un cuerpo resumido, sin la expansión
fisiológica de un auténtico macho de la melé. Su jugada preferida lo denuncia:
en cuanto puede, se mete en el ruck y maulla de felicidad cuando, mientras
auténticos hombres lo aplastan y rodean, oye gritar a los que se han quedado
donde debería estar él: “¡¡¡No hay medio, no hay medio!!!”. El pick and go
consiguiente, que le da tiempo a levantarse y retomar sus obligaciones, lo
devuelve a la realidad. El resto del tiempo va de aquí para allá detrás de los
gordos y éstos le permiten que mande, que les diga dónde empujar y dónde no,
siempre que no contradiga su propia opinión y les compre cervezas en el tercer
tiempo. El medio de melé querría ser como los muchachos de la primera línea,
por eso suele beber mucho y masticar con la boca abierta. Sus intentos pueden
quedarse en lo patético. Los muchachos de la primera línea modelan sus cuerpos,
ganan y pierden kilos con estupenda facilidad, saben bascular la barriga para
diversión de los demás, satisfacen dos veces a las damas (cuando se ponen sobre
ellas y cuando se quitan de encima) y, sobre todo, pueden dar de tetar a los
bebés de su propio pecho. Además, cuando ya no producen leche porque la edad
los ha traicionado, se van al gimnasio a endurecerse las aristas, mientras un
endocrino les entrega una tablilla y les mide la grasa corporal. De pronto
pierden 15 kilos y corren como si se hubieran comido una liebre. Los primeros
líneas son longevos, juegan hasta los 40 y más allá. En la vida real, esa
amoralidad metabólica de los primeros líneas contraviene la moda y da lugar a
muchas opiniones. Es verdad que no pueden comprarse camisas en Zara, pero en el
campo de juego su excelencia física supone una ventaja que se suma a otra de
orden moral: los primeros líneas son los depositarios del rugby auténtico,
original, primigenio y único. Eso no se puede negar…
En el principio, el rugby fue un pack de 15
delanteros en inacabables moles de los que nunca salía la pelota. Rara vez. Si
salía, quedaba transgredida de inmediato la naturaleza lógica del juego. Para
qué correr. ¿Para llegar antes? ¿Acaso no da más gusto llegar empujando?
Recorrer 35 metros
arrastrando cuerpos, triturando carne, pisando cadáveres… Eso es un ensayo. Los
ensayos por velocidad, contrapié y combinación quedan bien para las chicas de
la grada y los espectadores de la televisión. Qué diferente de esas alegres
montoneras articuladas en la que doce sujetos se derrumban sobre la hierba en
la zona de ensayo, entre bufidos, pedos y ladridos de pedregosas gargantas. Al
levantarse, al menos cinco de ellos proclaman haber sido los autores de la
marca: yo tenía un dedo, el mol lo inicié yo, sin mi empuje jamás habríamos
llegado, árbitro apunte mi nombre, soy el uno, bien gordos bien. Y otro sonríe
porque fue el autor intelectual: jugamos con el segundo saltador, mol estable y
empujamos hasta los almendros, les dijo antes de sacar la touche. En el
Seminario, Angelito Largo definió las intenciones de una melé con esa frase:
hasta los almendros, en referencia a los arbolitos que lindan con los campos de
Tarazona y el fondo de la línea de marca. Quiere decirse que hay que pretar los
culos y abrochar hasta perder la conciencia. Empujando hasta que se aflojen los
esfínteres.
En
el fondo, la familia descansa sobre los hombros de los primeras líneas. Todos
lo saben y lo reconocen en cuanto se emborrachan y se ponen cariñosos. Porque
la gente, ahí afuera, sabe que puede contar con ellos. Si alguien deja una
cuenta pendiente, le meten una cabeza de caballo en la cama al talonador
contrario. Muéstrenme un zaguero capaz de eso.
Equipo francés de rugby femenino, 1925.
Os recomiendo que veáis el siguiente
vídeo aquí: Las reglas del rugby
para aprender las reglas de la vida.
Como veis el
rugby se puede ver de diferentes puntos de vista pero siempre se vive con mucha
intensidad y pasión.